07 febrero 2020

La señora Dalloway, de Virginia Woolf.




Los pensamientos rigen esta novela. Las ideas que surgen, aquello que se dice en silencio, para adentro. Hay diálogos también, obvio; pero hay muchos más pensamientos. Muchos. Disímiles la gran mayoría de las veces.
Con múltiples puntos de vista, los personajes son vistos por ellos mismos y por los otros, creando un juego de contrastes más que interesante. Se mezclan los pensamientos con la voz del autor, de hecho, uno de los valores de la novela es que pasa del relato al pensamiento sin que el lector lo advierta. La continuidad es uno de los tantos logros que tiene este libro.

La novela cuenta un día en la vida de la Señora Dalloway, en realidad también relata un día en la vida de la de un montón de gente, vidas que se van hilando a medida que corren las páginas. James Joyce ya había publicado su gran Ulises tres años antes de lo escrito por Virginia Woolf. Ella en Londres y él en Dublin.

Los pensamientos aparecen en todos lados: al estar exultante en casa, al pasear por la calle, al mirar al marido deprimido (y el marido también piensa lo suyo), al menospreciar a los acomodados, o al estar en una fiesta de lo más elitista. El doble discurso es constante. Woolf utiliza una manera muy sutil de desnudar la hipocresía de la sociedad inglesa de su época y una forma muy efectiva de mostrarnos el Londres de 1920; sus barrios, sus vitrinas, sus autos, sus pobres tirados en la calle y los poderosos pasando en autos de lujo. Ese Londres de entre guerra, que sufre aún las consecuencias de la contienda, que avizora la caída de ese imperio que supo ser, que se mueve con una cantidad de gente sucia que ya no sorprende a nadie. Pero que también muestra al adinerado, al de alcurnia y a la clase política. Todo lo que pasaba en esa época está en este maravilloso libro.

El reloj del Big Ben suena a cada hora. Se mete en la vida de Londres, en los personajes y en la estructura del libro. El inapelable paso del tiempo. El movimiento del reloj es similar al movimiento de los personajes; van de acá para allá, recorren Londres, compran regalos, visitan amistades y caminan mucho. Hay un movimiento continuo de gentes y pensamientos que no para. Los personajes se cruzan en las calles; ellos no se conocen, pero el lector sí. Entramos al parque con el antiguo novio de la Señora Dalloway y sus pensamientos y salimos del brazo de un ex combatiente que sufre alteraciones mentales. En esta pareja se ve la desesperación de una enfermedad mal tratada que termina de la peor manera. Los puntos de vista de ambos aquí se alejan tanto que da pena ver el abismo que hay entre ellos, una pareja en la que sólo nosotros -los lectores- sabemos sus temores, lo que piensan uno del otro y todo lo que no pueden compartirse entre ellos. Un momento muy logrado porque no son solo pensamientos, hay sentimientos, deseos, miedos, dolores. Y el amor: el que hubo, el que se rompió, el no correspondido y el que se mantiene.

Es recurrente la pregunta retórica sobre lo que no pasó: ¿Habría sido más feliz si me hubiese casado con él? ¿Cómo hubiera sido mi vida fuera de Londres? Preguntas sin respuestas, que sólo generan dudas y nunca certezas, pero que sirven para pensar(se) en otras situaciones y para evaluar las decisiones que todos tomamos en la vida. Muchas de las cuales no tienen vuelta atrás. Porque la novela termina a la noche, en una fiesta donde la elite dirigente se revuelca en sus propios sentimientos y pensamientos. Y Woolf se toma el fin de fiesta para las últimas reflexiones, las de aquellos que están pasando los 50 años y analizan qué fue de sus ideales y de sus amores. Lo que fue y lo que debía ser, lo que sirve y lo que ya no, el orgullo y la vergüenza. Todo un cierre del día, de la vida y del libro.

Los que saben dicen que este libro cambió la literatura del siglo pasado. Y yo, que no sé nada, creo que hay que leerlo. Que tienen razón los eruditos de internet. Que es un texto exquisito y refinado. Y que vale la pena, sin dudas.

La Señora Dalloway
Virginia Woolf (1882-1941)
Lumen