Por fin, era hora.
Tenía que enfrentarme a Baudelaire, tarde o temprano. Las flores mal, sus distintos textos, el Spleen de Paris que no puede ser más ultrajante. Esos términos pedantes pero bien calzados, que entran siempre sin rencor ni remordimiento. Como si fuesen necesarios.
Charles Baudelaire es ideal para que nos expliquen esa época de la
sociedad francesa (por ende, del mundo) de la mitad del siglo XIX. La
naturaleza como ejemplo máximo estaba cayendo en desuso y lo que estaba
empezando a estar en boga era la ciudad. Y para ciudad, ¡qué mejor que Paris!
Más aún, esa Paris reformada y modernizada por Napoleón III. Y lo moderno pasaba por ahí. Chau romanticismo, hola
modernidad. Ya fue la naturaleza, con su momento mágico de lo sublime (con la
acepción de grandeza, de belleza extrema que no se puede dominar), ahora es la
ciudad la que nos muestra por donde pasa todo. La poesía y la pintura “hablan” de
la gente anónima de las calles, de los bulevares, los cafés y las
vidrieras. A esta nueva visión se
agregan nuevos personajes como el dandy,
el voyeur o el flaneur; nuevas costumbres que se imponen como la moda, o la
voluntad de las mujeres por parecerse a algo tan elevado como una escultura al
maquillarse y buscar esa piel tan tersa y fuera de lo común, de lo natural. La
idea era reivindicar aquello que iba en contra de la naturaleza. A ultranza.
Todo esto forma parte de la primera mitad del libro, que era
un artículo de varias entregas aparecido en Figaro
en 1863. La segunda mitad habla pura y exclusivamente del Salón de 1859. En esa
salón estaba lo que la Academia reivindicaba como “el arte de la época”. Todo
lo que no estaba en el Salón, no existía. Año a año los artistas mandaban sus
obras para que la Academia los acepte, los legitime y así puedan ser
considerados artistas. Esto iba ser así hasta la llegada de los impresionistas
a fin de ese mismo siglo. Baudelaire hace un pormenorizado racconto de todo lo expuesto con una crítica que sorprende, porque muchas
veces busca el lado positivo. No
es de esos críticos (quizás como los actuales) que definen las cosas de manera
tajante: buenos o malos. Y siempre justifica su parecer. Así, aquel que no es
fino en su pincelada tiene fuerza en sus imágenes, aquel que no maneja el arte
de la composición puede llegar a sorprender por su paleta de colores. Todo con
nombre y apellido. Y cuando destroza un cuadro, generalmente es muy caballero y
sólo da pistas del nombre del autor (acá las notas al pie de páginas son
fundamentales) para que nadie más que los entendidos sepan de quién está hablando.
Aunque también hay artistas que sufren su más ácida crítica, obvio. Baudelaire
goza de su época y no busca las virtudes del arte en el pasado o en lo clásico:
Delacroix, Ingres y David están el
podio de su gusto y son hombres de su siglo.
El paisaje, el retrato, la escultura (con su rol divino,
según el autor), la irrupción de la fotografía (“si tanto quieren imitar a la naturaleza, más vale se dediquen a sacar
fotos y no a pintar cuadros”), la moda, la ciudad, las mujeres, la crítica
(“no se sorprenderá usted si la banalidad
en el pintor ha engendrado el lugar común en el crítico”), el arte mismo.
Toda una época.
En el durante, aproveché y leí un poco de El Spleen de Paris. ¡Y es demasiado bueno! Provocador, crítico, certero,
afiladísimo y ambicioso. De aquí a poco tendré que leerlo entero.
Punto aparte para agradecer el prólogo de Nicolás Casullo. Breve, sencillo y muy claro
en sus conceptos.
Baudelaire nos explica una época. Una época de grandes
cambios para la sociedad y para el arte. De hecho el cambio se transformará en la marca, la
característica fundamental de la modernidad y será lo que la defina de ahí en
más. Desde esa época hasta nuestros días, el cambio será contínuo y sin fin.
Arte y modernidad
Charles Baudelaire (1821-1867)
Prometeo Libros
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