28 marzo 2016

Miltín 1934, de Juan Emar. Algo de lo que ya no existe.


Juan Emar es un bicho raro dentro de la literatura latinoamericana. Es de los pocos escritores que podrían enmarcarse en lo que alguna vez se hizo llamar literatura vanguardista (fue definido como surrealista, constructivista, futurista, etc.), aunque él siempre quiso desmarcarse de ése y otros rótulos. Publicó sólo cuatro libros en vida, y todos en un espacio de dos años. Con éste, que era el único que me faltaba, tuve la suerte de leer todos ellos; y es uno de esos autores que de a poco va saliendo de la oscuridad para darse a conocer de una buena vez.
La historia conocida pero obligada dice que vivió en Europa tratando de ser pintor, miembro de la aristocracia chilena (su padre tiene una populosa avenida en Santiago: Eliodoro Yáñez, además del diario La Nación, donde comenzó a escribir sus primeras columnas) y su seudónimo viene de la expresión francesa  j’ en ai marre (estoy harto). Nació como Álvaro Yañez Bianchi.

El libro es una seguidilla de pensamientos y situaciones muy difíciles de hilar. De todo pasa. Emar cuenta con el lector en casi todos sus textos. Los lectores estamos involucrados en cada uno de sus pensamientos. El otro, como en la tradición oral, siempre está presente: en la dificultad de escribir, en las ideas que se le escapan. De hecho comienza con los problemas que tiene para escribir el libro, del que sólo tiene el título. Pero en la noche, su momento de escritura, pasan demasiadas cosas para que él pueda escribir. Y allí comienza a perderse en ruidos y silencios, en invitaciones a comer, en críticas a los críticos literarios (mediocres y tibios por su “eterno miedo a equivocarse”), en viajes a plantas gigantes o transformándose en pequeños mosquitos con problemas de percepciones y proporciones. Hasta ve a Dios, chato y aburrido. Pero muy bien descripto. Él y sus hermanos.
Es brillante el momento en que, discutiendo con un amigo sobre las artes en general, duda si está conversando o escribiendo solo en su escritorio. Su amigo le dice: “pero si estamos hablando, ¿¿de qué escritura me hablas?? ¡¡¡Deja tus libros para después!!!” Y el escritor se queda perplejo y se ríe de sus propias artimañas literarias.

El humor y el sarcasmo están muy bien, y todo con una fuerte crítica a su época. Estamos hablando de 1935 y en Santiago de Chile, donde el costumbrismo dominaba pero la vanguardia que venía de Europa se quería llevar todo por delante. Juan Emar y su literatura no fueron tomados en cuenta y, para colmo de males, a su padre le expropian el diario y nuestro autor su guarda hasta el fin de sus días en un pueblito para escribir su última e inacabada obra que no pudo ver editada: Umbral.

Miltín 1934 es su libro más largo y, por el estilo de Emar, es quizás el más difícil de todos. En las últimas páginas se alza con duras palabras para los críticos de arte  y el arte mismo: las Bellas Artes (con mayúsculas), el academicismo y los salones de la época. Ellos nunca ven a las nuevas tendencias como algo positivo. Aunque esa tendencia se haga luego vanguardia y, como siempre sucede, termine siendo pasado para que una nueva tendencia la aniquile.

A lo largo de todo el libro también está el Hombrecito que camina, Martín Quilpué. Nunca para. Camina entre espigas, leche, pájaros, miel, bestias, semen, pan, sudor, flores y sangre. Nunca para, como la imaginación de Emar.
Por eso, si ven un libro suyo, cualquiera, no lo duden: llévenselo.


Miltín 1934
Juan Emar (1893 – 1964)
Editorial Mago